15 de junio de 2013

EL TESORO DEL CONDE DE ALKIZA...

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Por: Guillermo Sáez Álvarez


Juan Carlos Altizaga, Gobernador de la provincia de Guipúzcoa está en su despacho pensativo. Su amante, Dolores Calvero le acaba de comunicar que está embarazada de 2 meses y hay que hacer algo pronto. Si mi esposa se entera, estoy hundido, y aunque fuese soltero, me traería problemas. Altizaga y su secretaria tenían 18 meses de relaciones íntimas. Si la despido sería injusto y de todas maneras lo van a descubrir. Tengo que inventar algo que convenza a la gente. Llama a Dolores y le dice: “Cierra la puerta, para poder hablar en privado” Una vez solos, le dice: “Mi amor, estoy muy preocupado, y aún no sé qué hacer, dime si tú tienes alguna idea”, Ella responde: “Yo también estuve pensando y creo que tengo la solución. Tú sabes que antes de venir a trabajar aquí, estuve administrando una hostería en Alkiza. Ya hemos hablado de eso bastante y me vine porque tú me llamaste, y también sabes que la hostería es de una tía un poco vieja ya. Puedo decir que regreso a Alkiza, porque mi tía está enferma y voy a cuidarla y atender el negocio. Creo que lo de mi embarazo ella lo comprenderá, así que esta misma semana me voy. Tienes que darme dinero suficiente. No puedo llegarle así de sopetón y sin dinero. Ella ya sospechaba que nosotros teníamos algo. ¿Te parece bien? “

ALKIZA OCTUBRE de 1780 Casa Rural Begoña

Nace Fernando Calvero, hijo natural de Juan Carlos Altizaga y Dolores Calvero, en el centro de salud y pediatría de Alkiza el 20 de octubre de 1780. Desde el mes de febrero del mismo año, atendía la Hostería Casa Rural de Begoña, junto a su tía Begoña Andurraga. Estudió pre-escolar y primaria en el Colegio Salesianos y los estudios de secundaria,  Administración y Finanzas en el Instituto La Salle, cercano al pueblo de Alkiza, todo financiado por su padre, Juan Carlos, quién fue gobernador de Guipúzcoa, hasta 1785, ocupando luego diferentes cargos importantes, dedicándose luego a la Organización por la reunificación de las provincias vascas. En el año 1795 Don Juan Carlos Altizaga,  después de la muerte de su esposa, reconoce a Fernando y le da su apellido, pasado a llamarse Fernando Altizaga Calvero. Su padre, quien tenía 52 años cuando conoció a Dolores, era ya un hombre maduro de 67 años. En 1796 se casaron. Dolores era aún una mujer joven y fuerte de 41 años, siempre al frente de la Hostería, a la cual se le habían anexado varias habitaciones y llegaban muchos turistas, atraídos por la buena comida y el hermoso paisaje de los alrededores. Fernando tenía 16 años y ya cursaba estudios de Administración y Finanzas. Desde muy joven sintió atracción por los caballos y decía que algún día se iba a dedicar a la cría de caballos de raza.

Ese mismo año, Juan Carlos y Dolores tuvieron otro hijo. Esta vez fue una niña que trajo más alegría al matrimonio. Don Juan tenía otro hijo, ya casado, que se había marchado a Venezuela y comenzó a trabajar en la Compañía Guipuzcoana en 1765 a la edad de 40 años. En el año 1804, Fernando, con apenas 24 años, le manifestó a su padre su deseo de ir a Venezuela en busca de fortuna, y al lado de su hermano Manolo, quien le comentaba en sus cartas que le estaba yendo muy bien con la exportación de cacao y especias a España. Don Juan Carlos aceptó, pero antes, escribió una carta que debía entregarle a Don Vicente Emparan, Capitán General de la Provincia de Venezuela, a quien conocía personalmente, con la petición de que le prestara su mejor ayuda y lo presentara en la sociedad de la época. El 30 de abril de 1804, Fernando se embarcó para Venezuela con grandes esperanzas en su futuro. El joven, que no tenía un pelo de tonto, estaba seguro de que iba a hacer buenos negocios. Llevaba dinero suficiente para los planes que tenía en mente.

Un mes más tarde, arribó a Venezuela el buque que traía a Fernando desde el Puerto de Guipúzcoa a La Guaira, donde lo esperaba su hermano Manolo con un letrero en el pecho que decía: ”Soy Manolo”, puesto que se iban a ver por primera vez. Fernando, al verlo sonrió y se abrazaron. Después de charlar un rato, se dirigieron a la casa de Manolo en Maiquetía, donde vivía para estar cerca de la casona de la Compañía Guipuzcoana, donde trabajó hasta 1778. Fernando tenía deseos de llegar pronto a Caracas y llevar la carta de su padre al Capitán General, Don Vicente Emparan. El día siguiente era jueves, y lo dedicaron a visitar la Guaira y luego dar un paseo por las playas. El viernes, muy temprano, marcharíamos a Caracas por la única vía existente para la época y en coche. Ya en Caracas, nos alojamos en un hotel y luego de un baño, y comer, como a las 2.30 de la tarde nos dirigimos a la Capitanía General. Luego de los trámites burocráticos, pasamos al despacho de Don Vicente Emparan, quien al saber quiénes éramos, nos recibió con mucha amabilidad. Fernando le entrega la carta que lee con mucha atención y dice: "tu papá es un gran amigo y sus deseos son órdenes. Te prometo que la pasarás muy bien. Precisamente este domingo tengo una cena con la flor y nata de la sociedad caraqueña y están invitados . Los esperaré aquí a las 9 PM y recuerden; es de gala". Nos despedimos y al salir le dije a Manolo: "Si no trajiste smoking, tendrás que alquilar uno, pues yo sí vine preparado”

Manolo consiguió el smoking con un amigo, y le quedó perfecto. Llegó el domingo y 10 minutos antes de las 9 estábamos a las puertas de la Capitanía General. Esperamos un rato y Don Vicente llegó a las 9.05 pm. Venían 3 coches: en uno, el Capitán General y los otros 2 eran su escolta. Llegamos a una gran casa colonial muy cerca de la plaza Bolívar. Toda la calle estaba llena de coches muy lujosos. Antes de bajarnos, Emparan me dice al oído: “Voy a presentarle mucha gente rica. Usted tranquilo, y no se sorprenda de nada.” ¡Que no me sorprenda!... Cuando me presenta a los primeros invitados dice: “Tengo el placer de presentarles a Fernando Altizaga Calvero, Conde de Alkiza, y a su hermano, Don Manolo Altizaga, empresario privado. Siguió presentándome personas agregando: Conde de Alkiza. ¡Qué le diría papá en la carta que me endosó ese título nobiliario que por cierto, no me sentaba nada mal¡, ¡Y cómo había chicas bellas¡, Emparan, cuando tuvo la oportunidad, me guiña un ojo y me dice: “No se te ocurra desautorizarme, ese título te va a abrir muchas puertas” Y me dice al oído: “Y muchas piernas” Yo estaba súper emocionado y dije para mis adentros: “Entré con buen pié” Esa noche recibí varias invitaciones para otras fiestas de sociedad y ya me decían: “Señor Conde” Manolo se me había perdido, bailando, y yo por mi parte hice lo mismo.

He podido llevar una vida de bohemia y placeres de haber querido, y aunque no rehuí del todo las ventajas que me daba mi juventud más un título nobiliario con el sector femenino y debía ser muy cuidadoso para no ganarme enemigos. Necesitaba cumplir las metas que me había propuesto y los meses siguientes me dediqué-entre una que otra aventura- a buscar una buena casa que tuviera un amplio solar, conseguir 2 buenos sementales pura sangre ,construir una caballeriza, unos 2 peones con experiencia y dedicarme a la cría de caballos de raza. Eso no significaba que hiciera otros negocios, como la compra de oro, y la sociedad que tenía con mi hermano Manolo, para el cultivo y exportación de cacao.

Conseguí una casa al norte de Caracas, como a 100 mts. de la quebrada de Catuche que reunía todas las condiciones, y en los años siguientes, me dediqué a trabajar. A pesar de algunas intentonas por parte de Gual y España, la última ocurrida en 1799, y de Francisco de Miranda por derrocar al gobierno, y que, por supuesto, no me afectaron, pues yo llegué en fecha posterior, mi situación económica había mejorado notablemente. Hice amistad con Don Andrés Bello y con otras personas ilustres, cultivé mi amistad con Don Vicente Emparan y me mantenía soltero y sin compromiso. De ese modo no tenía problemas con uno que otro amorío. Pero había noticias un poco preocupantes, pues se hablaba de un tal Simón Bolívar que andaba por ahí en conspiraciones, y para 1810 logró hacer renunciar a Don Vicente Emparan, declaró la independencia de Venezuela, y comenzó una guerra entre los llamados patriotas contra el imperio español. Logré mantenerme neutral en el conflicto, pero en 1813, Simón Bolívar declaró la guerra a muerte, la cual decía: "Españoles y Canarios, contad con la muerte aún siendo indiferentes; venezolanos, contad con la vida aun cuando seáis culpables", así que comencé a prepararme para marcharme de Venezuela; vendí mis caballos, despedí a los peones, pero había un problema: tenía una fortuna en monedas de oro y piedras preciosas. Las tierras no importaban mucho, pues Manolo quedaría encargado de todo y el problema seguía siendo las monedas y prendas de oro, hasta que tomé una determinación: enterrarlas en lugar seguro, invitar a Manolo y a su esposa a quedarse en casa mientras yo viajaba al Perú hasta que las cosas se hubieran calmado. A pesar de que yo era vasco y nunca estuve metido en política, para la gente era el Conde de Alkiza y tuve amistad con Emparan. Así que un día me decidí y enterré mi fortuna entre la caballeriza y una mata de mango, para lo cual tuve yo mismo que hacer un gran hoyo que luego cubrí con plantas de jardín que al crecer, borraría toda huella de movimiento de tierra. Manolo aceptó mudarse a la casa, la cual estaba en un lugar muy fresco y a él siempre le gustó. Con la ayuda de algunos amigos y dinero suficiente, salí hacia el Perú a mediados de 1815, Tenía entonces 39 años.

Pienso que fue un error viajar al Perú (Virreinato del PERÚ) donde las cosas no andaban mejor que en Caracas.

Sin embargo, logré mantenerme a un bajo nivel sin mezclarme en asuntos políticos. Me dediqué a leer mucho, escribir y de vez en cuando reunirme con amigos, la mayoría mayores que yo, visitar las bibliotecas y enviar cartas a mis padres en Guipúzcoa y a Manolo en Caracas, que por supuesto no eran muy alentadoras para los mantuanos. Al año de estar en el Virreinato del Perú, recibí la mala noticia de la muerte de mi padre. Por fortuna, mi hermana ya era una mujer adulta y podía acompañar a mi madre. En Perú, a pesar de llevar una vida austera, mis fondos iban disminuyendo, pues no tenía una casa propia. Yo deseaba volver a Venezuela, pero Manolo me aconsejaba que no lo hiciera aún, pues Bolívar ganaba terreno y obtuvo un gran triunfo en la batalla de Boyacá, luego del paso de los andes. Cuando me marché al Perú, creí que las fuerzas realistas derrotarían a los patriotas liderizados por Simón Bolívar, pero resultó ser lo contrario. Pasé 4 años más, entre libros, bibliotecas, mujeres y fiestas con amigos, más la preocupación de tener casi toda mi fortuna en Venezuela. Además, ya confrontaba problemas económicos y me había endeudado un poco. Un 15 de julio de 1824 le escribí a Manolo: Tengo problemas económicos, te agradezco vendas mis propiedades en Caracas lo cual te resultará fácil pues tengo muchos amigos ricos. Eso sí, no vendas la casa donde vives, pues puede hacernos falta cuando viaje a Caracas. Las cartas tardaban 1 mes en ir y otro mes para recibir la respuesta. Eso fue el 25 de septiembre de 1824. Pero estaba escrito que iba a recibir una sorpresa, la peor de mi vida: el 2 de diciembre de 1824 se aparecen Manolo y su mujer muy sonrientes y campantes diciéndome: "Lo vendimos todo, incluyendo la casa de la caballeriza” Yo casi me desmayo, y tuvieron que agarrarme. ¡COMO¡ ¿Que vendiste la casa de la caballeriza? “. “Pero si allí estaba mi vida”….– y mi fortuna- , me dije a mí mismo. “¿Y quien compró la casa ?“La compraron los Palacios, los antiguos propietarios que parece que son familia de Simón Bolívar. La vendí porque me pagaron una buena cantidad por ella, y además, Caracas está muy peligrosa para nosotros, en especial para ti, que eres el Conde de Alkiza. Eres un mantuano, un rico y en este momento no son bien vistos. Desde ese momento caí en un estado de abatimiento, que Manolo no comprendía, obviamente porque desconocía que en la casa había enterrada una fortuna, que valía para la fecha el triple. Fernando se sentía mal y por un tiempo se dedicó a beber y salir con sus amigotes. Donó todos sus libros a Biblioteca Nacional de Lima: unos 200 volúmenes, la mayoría de historia de los españoles en Venezuela, desde el descubrimiento, y otros de administración. Fernando Altizaga Calvero Conde de Alkiza”, falleció el 5 de enero de 1826 a la temprana edad de 41 años.

BIBLIOTECA BACIONAL DE LIMA .1943

Dos periodistas: Diego barreras y Juan Manuel Flórez, bien conocidos como ratones de biblioteca” se encuentran en su pasatiempo favorito; buscar datos curiosos para su columna “Nuestro mundo” en el diario “HOY” de Lima. Están revisando un libro sobre la nobleza española durante la colonia. De pronto, algo cae del libro: es un sobre. Lo abren y es de una tal Dolores Calvero dirigida a Fernando Altizaga. Está fechada el 10 de abril de 1825.Y entre otras cosas decía: “Tu hermana Carlota ya es una mujer y me ayuda mucho. No entiendo eso de Conde de Alkiza. Sería que te lo regalaron, pero debe haberte ayudado mucho. Tampoco entiendo que te sientes muy mal porque vendieron la casa de la caballeriza sin tu permiso ¿Por qué dices que allí estaba tu vida”? Veo que le tomaste mucho cariño. ¿Dices que la compraron sus antiguos dueños, los Palacios, ¿esos no son familiares de Bolívar? “Ojalá puedas venir pronto Te extraño mucho”, mi amor. Tu mamá.

Los periodistas leen la carta varias veces y su intuición les dice que encontraron algo muy importante. Dentro del libro hay algunos papelitos y uno de ellos parece un plano hecho a lápiz y algo confuso: Aparece un cuadrito y la palabra “casa”, en un ´ángulo algo separado una mata que dice: guanábano, y al lado del cuadrito dice: caballeriza. Aparece otra mata que dice: mango, y al lado del mango una “x”. El papelito está bastante arrugado y seguramente lo iba a tirar a la basura, cuando alguien lo interrumpió y lo olvidó dentro del libro…. Todo esto son suposiciones, pero se puede asociar con la carta.“Hermano: si no me equivoco eso es el mapa de un tesoro”, “Piensa, conde, noble, dinero, guerra a muerte, huida, entierro e imposibilidad de volver”. O sea que por el decreto de guerra a muerte el conde enterró su dinero y huyó, pero no pudo volver y murió, por lo tanto, el tesoro aun está ahí. En marcha, tenemos que ir a Caracas, conseguir la casa, convencer a sus habitantes y buscar el tesoro. Los periodistas se dirigieron al diario. Convencieron a sus jefes que debían viajar a Caracas, pues tenían un reportaje muy importante sobre la guerra de independencia y necesitaban datos que solo podían conseguir allá y que ellos mismos se costearían el viaje. Con el visto bueno del Director viajaron a Caracas, fueron directo al Registro, averiguaron quienes habían sido los habitantes de la casa, antes y después del Conde de Alkiza, datos por los cuales tuvieron que enjabonar bien al Registrador Principal. Con la dirección de la casa y sus últimos ocupantes desde 1800 hasta 1820, tenían datos suficientes para saber cuánto tiempo vivió y cuándo se marchó el Conde.

SEGUNDA PARTE AÑO 1943 

La primera parte es un relato de ficción, la segunda parte es el relato real de la curiosa aventura de los ocupantes de la casa donde vivió el supuesto Conde de Alquiza en el siglo XIX.

LA PASTORA, AÑO 1943, Casa de Truco a Guanábano No.76. Ocupantes: Familia Sáez.

Un día tocan a la puerta de la familia Sáez y Guillermo, uno de los hermanos Sáez, pregunta ¿Quién es? “Gente de paz”, responden como se acostumbraba en la época. Guillermo abre y hay 2 hombres que preguntan por el jefe de la casa. Un momento”, dice Guillermo y llama: “Papá, preguntan por ti” . El padre de Guillermo llega y dice: “Buenos días, ¿Qué desean los señores? Los peruanos responden: Venimos del Perú y necesitamos hablarle de algo muy importante” Neptalí, el padre de Guillermo les dice: Por favor, tomen asiento e identifíquense Los hombres muestran sus respectivos carnets que los identifican como periodistas peruanos. Diego Barreras toma la palabra y dice: En realidad no hayo cómo empezar, pues lo que le voy a decir parece fantasía Bueno, señor, parece que en esta casa vivió hace muchos años, más o menos por 1806 un noble de nacionalidad vasca llamado Fernando Altizaga Calvero, Conde de Alkiza, quien tuvo que huir al Perú por temor al Decreto de Guerra a Muerte durante la guerra de independencia, y en su premura enterró toda su fortuna en monedas de oro y prendas, en esta casa, y de acuerdo a nuestras investigaciones, nunca fue desenterrado. Tenemos una carta y un pequeño plano que él hizo antes de morir, y no existe ninguna evidencia de que los posteriores ocupantes de la casa lo hayan descubierto, y la única manera de comprobarlo es buscando en el sitio que señala el plano .El problema es que cualquier error de cálculo sería un fracaso. Eso, si usted y los otros habitantes de la casa aceptan las molestias que pueda ocasionarle la búsqueda.” Neptalí llama a su hermano José Manuel y conferencia un rato, alejados de los otros. A su regreso, dice a los peruanos: Estamos dispuestos a aceptar el reto, pero nosotros ponemos las condiciones que son las siguientes:

1) Ustedes correrán con todos los gastos

2) Si se encuentra algo lo dividiremos así: 70 % para nosotros y 30 % para ustedes

3) Trabajaremos de día, incluyéndolos a ustedes

4) Si alguien pregunta algo le diremos que buscamos una filtración

5) Guardaremos la tierra en bolsas grandes

Y por último, si al primer intento fracasamos, abandonaremos el trabajo, ya que no podemos destruir toda la casa. ¿Están de acuerdo? - dijo Neptalí - Los peruanos conversaron entre sí en voz baja y preguntaron: ¿No podría ser 60-40 y Neptalí respondió: “Definitivamente NO, o lo toman o lo dejan, si ustedes nos meten en esta aventura, paguen el precio. Ustedes saben que será como buscar una aguja en un pajar “Los peruanos aceptaron y al día siguiente, después de comprar las herramientas lejos de la casa, se marcó el sitio donde comenzaría la excavación, que era nada más y nada menos que en la sala principal, la cual tenía piso de madera en listones. Se marcó con tiza un rectángulo de 2 mts. x 1 y se quitaron las tablas, lo cual costó mucho trabajo y algunas se rompieron. El trabajo se alternaba entre Francisco, Guillermo, y los 2 peruanos, mientras Neptalí y José Manuel iban echando la tierra en bolsas grandes que luego se llevarían al último patio, para sacarlas de noche por la puerta del fondo que daba a las esquinas de Cuño a Guanábano. Luego de trabajar una semana, el hoyo llegó a una profundidad de más de 2 mts. hasta conseguir una capa de arcilla muy dura , por lo cual era imposible que hubiese algo enterrado más abajo. Hubo algo que por momentos nos emocionó, y  fue descubrir en la tierra blanda algo así como huesos triturados, los cuales una vez examinados en el laboratorio del Dr. Vizcarrondo, cuñado de los hermanos Sáez, resultaron ser de caballo, pero era muy extraño no haber encontrado huesos completos. Debido a la excavación, todo estaba hecho un desastre, pero no quedó otro remedio que abandonar la búsqueda, pues, como dijo Neptalí, era como buscar una aguja en un pajar. Los peruanos se marcharon bastante apesadumbrados y dejaron una cantidad de dinero, suficiente para las reparaciones.


MORALEJA: LA PERSONA QUE NO COMETE ALGUNA TONTERIA, NUNCA HARA ALGO INTERESANTE. (Proverbio inglés)


Por: Guillermo Sáez Álvarez
(11-06-2013)

LA BOTIJA DE MACHUCA...

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Por: Rafael N. Sáez Álvarez

...“Cuando los burros se echan para rascarse el lomo, las cantimploras se alegran”,  solía cantar Tiota, lugareña solitaria del sitio denominado El Jobito, en camino hacia la población de Zaraza. Su único medio de subsistencia consistía en aquella pizca de comida o bastimento que, a guisa de propina, recibía por llenar los recipientes a los sedientos viandantes, porque nunca aceptó dinero por su noble servicio; cuando los auxiliados insistían en ofrecerle una que otra moneda, les pedía que la tiraran en la poza. “A mí no se me paga por el agua: agradézcanlo a mi compadre Dios, que nos mantiene esta lagunita llena de agua santa”. Tras la desamparada casucha de palma, disponía Tiota de  un  pequeña laguna que se alimentaba con aguas de lluvia. En su soledad, no era Tiota un ser desolado: Gracias a su  paso forzoso por el camino real,  a cuya orilla se encontraba su puerta, conoció a generales del gobierno y de montoneras; a comerciantes, guerrilleros, transeúntes, caminantes, vagabundos, peregrinos, viajeros,  soldados...  Les narraba tantas historias.

De cuando sació la sed a la desbandada soldadesca de Emilio Arévalo, luego de la derrota que Pancho Sáez le propinara en Caño’ el Medio, y uno de los soldados  heridos murió al beber el agua de su poza. Después le contaron que si le das agua a un herido de arma blanca, “se pica e’ tétano”. Se sentía culpable porque lo atribuía a su ignorancia. “Y yo creyendo que mi agua todo lo curaba”... De la vez que le ganó la apuesta otro viandante: un astrónomo alemán, quien, una vez cargadas de agua sus vasijas, decidió continuar la marcha porque, según sus cálculos,  no llovería  -Le apuesto dos reales a que llueve. El científico se echó a reír y prosiguió su viaje. A las pocas horas regresó empantanado de la cabeza a los pies.  -¡India!  ¿Quién te dio esa ciencia?

-Cuando los burros se echan para rascarse el lomo, lo que viene es aguacero-respondió Tiota,  imperturbable. El germano sacó cinco reales  de su alforja y se los dejó. Tiota los echó en el  pozo.

Tiota nunca conoció el mar. Lo imaginaba como una inmensa laguna.  Se preguntaba si lo merodeaban  garzas multicolores, como en los jagüeyes de su llanura. Empero, el agua de su charco era el sentimiento que fecundaba su espíritu y representaba para ella su dominio más preciado, su templo, su santuario.

En la tranquilidad de cada atardecer, sus pensamientos discurrían. Le parecía escuchar a lo lejos el timbre atiplado de la señorita Miranda, su maestra, entonando el cuento de aquella niña que llegaba todas las tardes a la  orilla del Río Unare, y cantaba:  Ñangaré, ñangaré, ñangaré/ tuqué tuqué/ vení a comé/ que yo te crié; y esperaba...esperaba...esperaba; y un pececillo se acercaba a la orilla, asomaba su cabecita, y la niña le daba de comer de su mano; y  el pececillo  se hacía  cada día  más grande, y la niña le daba más de comer.  Y así, cada día; día, tras día,  la niña cantaba: Ñangaré, ñangaré, ñangaré/ tuqué tuqué/ vení a comé/ que yo te crié; y esperaba...esperaba...esperaba; y  venía otra vez el pececillo, cada vez más grande,  y la niña le daba más y más de comer; y entonces aquel pececillo se hizo cada vez más y más grande; tan grande, que jamás el río escuchó el canto de la niña. Se dice que el bicho se la engulló ¡Esas aguas del Unare  tienen  cada historia!”
Tiota, por mengua de Teotiste, había quedado sola y sin familia., pero estaba orgullosa de sus dos apellidos: Machuca Belisario. Contaba que su padre, el General Miguel Machuca  era “jefe de operaciones del alto llano” en tiempos de Joaquín Crespo; y Brigidita  Belisario, su madre,  pertenecía a una estirpe dueña de grandes posesiones, pero fue desheredada cuando el general Machuca “se la sacó”, como ella decía. Vivieron muchos años aparejados y se casaron ya viejos, el mismo día en que lo mataron. Recordaba que en “la casa de tejas” se vivió con moderación y templanza,  pero corría la sospecha de que tal frugalidad de Machuca era sólo aparente, para proteger  su riqueza  de tantos enemigos. Lo que nunca negó fue su  oploteca, no se sabe si resultas de trofeos de guerra; de saqueos a cuarteles; de botín de montoneras, o de adquisición legítima. Iba más allá de una colección de armas: un petral que ciñó la cabalgadura de Joaquín Crespo; morriones españoles; carabinas; espadas, sables; floretes; lanzas; bayonetas; arcabuces; trabucos naranjeros... La hablilla del vecindario no disimulaba su malicia, y alimentaba su cuchicheo con atractivas leyendas sobre la botija llena de morocotas, supuestamente enterrada  debajo de la casa. Se inventaban coplas y se trasegaban runrunes: “Machuca vive barato, tiene enterrado el  boato”. “Ese Machuca es demonio, enterró su patrimonio” “Tiene la montura rota, si enterró las morocotas”...   Nunca conoció la fidelidad: Para sus allegados aduladores, ostentaba el general Machuca méritos suficientes para ser elevado al padrón de moradores palaciegos. Era su camarilla un lastre ulcerante de soplones y acusadores, que regalados, le facilitaban el trabajo a la gendarmería contraria. Sin decirlo, lo tenían, al igual que sus enemigos, como un padrote analfabeta, hijo de la bellaquería; un oficial incompetente, ilusamente empañado por su manía de alumbrado visionario.

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Se esperaba un casorio sin ceremonia,  pero su compadre Miguel Machuca  ordenó:

“Habrá boda eclesiástica, joropo y bastante aguardiente. Mucho esperé por  Marcial, ¡y  Marcial será el padrino!”

“Bueno, dame el  agua que me voy” -dijo Marcial al cantinero-  El cantinero  le llenó todas las cantimploras. Una gorrada fue suficiente como despedida. 

Molido de cansancio, llegó a la iglesia. Había cumplido tres jornadas sin detenerse en el camino. Al entrar al acto sacramental reconoció entre la gente a Tiota, la hija de Machuca: la pañoleta encarnada que hacía de velo había sido su detalle distintivo. Tiota no advirtió su presencia: La cárcel de La Rotunda había hecho de aquel hombre una figura de aspecto tan escuerzo y esmirriado que contrastaba con el porte del corpulento Marcial que ella dejó de ver cinco años atrás. Había perdido la panza, y eso lo alegraba, .pero, ¡A qué precio!  La capilla era un desecho: Los escombros le dificultaron llegar a los novios. Fluyeron abundantes recuerdos de sus años de monaguillo... de  cuando Machuca era un padrazo; de cuando, tafia tras tafia, lo emborrachaba cada sábado; su peculio bastaba para llenar  el gañote de aguardiente a sus amigos; también los ayudaba con dinero, y su contribución era recibida sin escrúpulos; lo recordaba guapetón, altanero, generoso... A Brigidita Belisario, su mujer, la conoció chiquita; el cura Celestino, el que le impuso el agua bautismal, es el mismo que la está casando ahora, no atinaba cuántos años después. De moza, era aficionada a la  brujería y al ensalmo: curaba, echaba las cartas, se sabía el Credo al revés; ensalmaba para correr la tempestad o atraer el aguacero... le gustaba el oficio de adivina, pero no llegó más que a curiosa. Recordaba sus años de músico; su habilidad para tocar el bombardino... hasta que se lo robaron; él, a su vez, lo había robado; o mejor dicho, se lo había quedado al disolverse la banda, tras la muerte del maestro Velazco, andino venido a Zaraza, y casado con la maestra Natividad Miranda. Recordaba a Vicente, el redoblante, a quien los muchachos, en las fiestas de San Miguel de las Aguas, al verlo tocar, le echaban baldes de agua sucia para molestarlo, mientras le gritaban: “Musiú Vicente, culo caliente, toca la caja y llama a la gente”, y Vicente redoblaba, más por enojo que por mostrarse complaciente…

Al salir de la iglesia, los novios y su cortejo atravesaron  el pantanal de La Guasimita, sin percatarse de la aviesa maniobra que en ese sitio se urdía. Allí estaban los hijos de Manuel Berrueta, holgazanes acostumbrados al camorreo, y cuatro de sus peones. No se metieron con el grupo.... al parecer no era el momento. Cuando llegaron a la casa de tejas, engalanada para celebrar el himeneo, la encontraron ocupada por la horda de Berrueta: Unos diez hombres bien armados. La paradójica escaramuza, más bien  reyerta sin contendientes, se dio en un entorno de bambalinas y manjares. El paloteo duró poco: la escasa gente que pudo haberse opuesto, al final no pasó de “echar roncas”, doblegada, a merced de los intrusos secuaces de Berrueta. Los hombres de  Machuca, amedrentados por una contienda ni siquiera determinada por las armas, se mostraron como un regimiento de edecanes en rebatiña,  dudosos de someter la  irrupción, plegarse a los invasores o hacerse maniquíes en el escaparate de la oploteca. No fue difícil pactar la rendición sin mayores escarceos. Aquella adusta mansión, digna de mejor memoria, quedó ofrecida al pillaje, desprovista de ornamentos. Los pertrechos del negado banquete quedaron confundidos entre objetos notables de las artes marciales, maculados por la deshonra de tantos despojos; de confites; de plátanos y mangos papandujos.  Todo pasó a alimentar el bastimento enemigo. Tan sólo pudo salvarse el pergamino rugoso, único testimonio que guardaba Machuca de su condición de General, gracias a que Tiota, en medio de la trifulca, logró esconderlo. El diploma la acompañó, colgado de una tachuela,  hasta  que los comejenes y el tiempo lo desaparecieron. Manuel  Berrueta demolió la casa de tejas, y excavó la posesión hasta el último palmo de tierra, pero no halló jamás la botija de Machuca... No conformes con la rendición de Machuca, lo llevaron al  pantanal de La Guasimita, y allí lo acribillaron junto a su compadre Marcial. Éste acababa de recobrar su libertad, después de cinco años en La Rotunda,  y vino  a encontrar la muerte por satisfacer el juramento de su compadre, de  casarse, sólo con su padrinazgo, y en las ruinas de la Iglesia de San Nepomuceno Mártir, en la que fueron  bautizados sus abuelos.

La pérdida de su marido, el saqueo del mobiliario, y la expoliación, por Manuel Berrueta, de “la casa de tejas”, bajo pretexto de supuestas deudas que Machuca jamás confesó, acabaron por despojar a la viuda de su más cara heredad.  Sólo le quedaron sus dos hijas: Teotiste y Petronila, demente, esta última. Tiota cargó con ellas  y  las  llevó a “la casa de palma”, el rancho pajizo en el camino real.  Brigidita murió ciega,  y  Petronila se le escapó a Tiota, y terminó deambulando su  trastorno por las calles de Zaraza.

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La tinaja  que hacía de lavadero,  más parecía bañar su cuerpo de gozo que de agua,  y el saberse  convidada de Juan Medina añadía más vibración a su espíritu.

Aquella mañana se tiró del catre con el entusiasmo encendido, porque para ella no era una fecha cualquiera: Era el tercer domingo de mayo y Zaraza la esperaba para la celebración de las fiestas de San Miguel de las Aguas. Desde la vigilia se alborozaba el mujerío, y  a los varones, por encogidos que fueran, se los veía fermentados de ánimo, en ardorosa chispa. Zaraza era para ella un pueblote, con fachadas apersogadas las unas a las otras, que parecían gemelas.  Cornisas, rejas y molduras nunca vistas en su Jobito, adosadas  a lo largo de calles de piedra, y mujeres asomadas a las puertas y ventanas.  No era la misma anchura, ni el mismo infinito sin lindes, sin mojoneras ni  paredes, de su  camino real de Jobito. No era aquel espacio; aquella sabana anchota que bordeaba su rancho, pero le gustaba el bullicio fiestero del acontecimiento.  

Aderezado su rostro de un encarnado que podía confundirse con el carmesí de su trapo, redondeó sus adornos con un collar de semillas de peonía, y se encasquetó una peineta floreada  Sus pies, cambados y juanetudos, los calzó de chinelas Apenas compuesta, llamaba Juan Medina: “¡Tiota! ¡Tiota!”. 

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“¡Ahí viene una vieja!” Al atravesar la calle San Julián de las Aguas, un chapuzón le empapó sus trapos, mientras Juan Medina se reía a carcajadas al ver el enfado de Tiota, pero ya ésta se sentía en el juego. Llegaba más y más gente, y llenaban cada vez más las cubas, toneles barriles, botas, baldes, tobos… Cuanto parroquiano se acercaba recibía su buena bañada. Unos traían guarapo; otros, ron, aguardiente, bocadillos improvisados... Siguió llegando tanta gente que hasta sobrepasó la capacidad de las callejuelas aledañas a la calle de  San Julián de las Aguas, centro de la fiesta. Se apretujaban en los zaguanes, salían a la acera; de ahí al medio de la calle, persiguiéndose para propinarse el gran baño, Los vecinos acercaban sillas, bancos y banquetas;  el callejón estaba quedando repleto, desbordado. Santiago, el isleño de la cantina, dio sifón libre; regaló toda clase de brebajes, y los ofreció “a los favores de  San Julián de las Aguas”.  El tacaño Sósimo  Santana, dueño de de la pulpería, cuando se disponía a  ordenar sus empanadas para la venta del año, un perolazo casi lo aparta de este mundo. Su empapado relleno quedó a merced del hormiguero. Un grupo de vecinos acomodó tablas, cajones,  y  demás arritrancos, a modo de  barrera, para cerrar la calle. Poco duro el parapeto: la avalancha de parroquianos, procedente de no se sabe dónde,  arremetió contra aquel intento de exclusividad;  baldío resultó también el no menos  encomiable propósito de organizar una fila  para venerar la imagen de San Julián de las Aguas, en el improvisado templete, dispuesto, a manera de altar, al final de la calle. Lo impidieron, entre otros, los abrazos, apretones, empujones, caricias, perfumes,  mimos, bendiciones, toques de culo, tufos, carantoñas, baldes de agua, sudores, tambores, guitarras, cornetas, pitos, maracas, redoblantes, mas cornetas, petardos, baños de aguardiente… Abriéndose paso entre la muchedumbre, logró el cura Cayetano atravesar el pórtico de su iglesia, y salir a la calle. La aclamación no se hizo esperar: “¡Cayetano!  ¡Cayetano!  ¡Cayetano!” Como pudo, se encaramó en el poyo de una ventana, y, asido a los balaustres, gritó a la multitud: “¡Gracias! ¡Gracias a  todos! Gracias,  hermanos míos,  por este gesto de devoción a nuestro patrono San Miguel de las Aguas”. Mientras hablaba, la oleada interrumpía: “¡Cayetano!  ¡Cayetano! ¡Cayetano!”   Uno de ellos, sin detener su seguidilla de aplausos y desvariados aullidos, preguntó: “¿Quién ese majadero que está montado en la ventana?” El cura continuaba: “Debo retirarme temprano,  pero ahí queda Carmelo, el sacristán…  cuando un petardo, que  por poco le revienta los tímpanos al  párroco, puso punto final al discurso. El bullicio era ensordecedor, el enjambre escurridizo se desplazaba sin ley, aglomerándose donde y como podía. Se ignora cómo aparecieron serpentinas, papelillos, cohetes, cohetones, petardos, matracas, trompetillas, pitos… ¿Cotillón pillado al quincallero Abraham?  ¿Sobras del último carnaval?  Lo que se inició como un ritual saludo a San Julián de las Aguas, se convirtió en una batalla campal de  huevos, harina, pintura,  tomates, estiércol…y agua. De no haber sido por los arañazos sufridos por la mujer del chino Francisco,  el perolazo al tacaño Sósimo,  ligeros aporreos propinados a la marica José, cuando la turba le impedía llegar al altar, y volvía picadillo el ramo de azucenas destinado a San Julián de las Aguas, y unos cuantos lesionados con leves contusiones y cortaduras, la parroquia habría resultado ilesa. El marco final de aquella apoteosis: amasijos de serpentinas, papelillos, masa de arepa, sobras de empanada con manteca de cerdo; fragmentos de botellas y vasos de vidrio; gran variedad de botellas, botellones, palanganas, vasos, platos, cacharros, taparrabos, pantaletas, alpargatas que no hacían juego, y toda suerte de cachivaches; inspirados letreros y borrones en pisos y paredes; el delantal del zapatero Gaetano... y la cabeza de lo que fuera la estatua de San Miguel de las Aguas, entre  empastes de majarete y  fritanga con azucena.

“¡Juan Medina!  ¡Juan Medina! ¡Juan Medina!”. Bien pasada la  medianoche, exhausta, tiznado el rostro, rasgado su camisón, Tiota  buscaba  a Juan Medina por todas partes. “¡Juan Medina,  mijito! ¿Qué te hiciste?”  

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“¡Medina, no seas pendejo!  Me llevaste bajo engaño, para que los peones del miserable Berrueta me revolvieran la tierra. Perdieron su tiempo El tesoro de Machuca no es lo gente piensa!… ¡Todos perderán su tiempo!” Tiota había sorprendido a tres hombres, cuando, a escondidas, hurgaban más allá del pozo; entre ellos, a pesar de la jipata luz de la madrugada, alcanzó a reconocer a Juan Medina, quien, con sus  compinches,  desapareció entre el matorral.

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Mientas a Berrueta se le esfuma la ruta hacia el ansiado hallazgo, ahí está  Tiota. Ahí está Teotiste Machuca, y con ella, sus caminantes, su rancho pajizo,  su camino real, su tonadilla al Ñangaré, su  poza,  y  sus cantimploras, en espera de alegrarse otra vez con el tesoro que los burros echados anuncian.

Por: Rafael N. Sáez Álvarez