15 de junio de 2013

LA BOTIJA DE MACHUCA...

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Por: Rafael N. Sáez Álvarez

...“Cuando los burros se echan para rascarse el lomo, las cantimploras se alegran”,  solía cantar Tiota, lugareña solitaria del sitio denominado El Jobito, en camino hacia la población de Zaraza. Su único medio de subsistencia consistía en aquella pizca de comida o bastimento que, a guisa de propina, recibía por llenar los recipientes a los sedientos viandantes, porque nunca aceptó dinero por su noble servicio; cuando los auxiliados insistían en ofrecerle una que otra moneda, les pedía que la tiraran en la poza. “A mí no se me paga por el agua: agradézcanlo a mi compadre Dios, que nos mantiene esta lagunita llena de agua santa”. Tras la desamparada casucha de palma, disponía Tiota de  un  pequeña laguna que se alimentaba con aguas de lluvia. En su soledad, no era Tiota un ser desolado: Gracias a su  paso forzoso por el camino real,  a cuya orilla se encontraba su puerta, conoció a generales del gobierno y de montoneras; a comerciantes, guerrilleros, transeúntes, caminantes, vagabundos, peregrinos, viajeros,  soldados...  Les narraba tantas historias.

De cuando sació la sed a la desbandada soldadesca de Emilio Arévalo, luego de la derrota que Pancho Sáez le propinara en Caño’ el Medio, y uno de los soldados  heridos murió al beber el agua de su poza. Después le contaron que si le das agua a un herido de arma blanca, “se pica e’ tétano”. Se sentía culpable porque lo atribuía a su ignorancia. “Y yo creyendo que mi agua todo lo curaba”... De la vez que le ganó la apuesta otro viandante: un astrónomo alemán, quien, una vez cargadas de agua sus vasijas, decidió continuar la marcha porque, según sus cálculos,  no llovería  -Le apuesto dos reales a que llueve. El científico se echó a reír y prosiguió su viaje. A las pocas horas regresó empantanado de la cabeza a los pies.  -¡India!  ¿Quién te dio esa ciencia?

-Cuando los burros se echan para rascarse el lomo, lo que viene es aguacero-respondió Tiota,  imperturbable. El germano sacó cinco reales  de su alforja y se los dejó. Tiota los echó en el  pozo.

Tiota nunca conoció el mar. Lo imaginaba como una inmensa laguna.  Se preguntaba si lo merodeaban  garzas multicolores, como en los jagüeyes de su llanura. Empero, el agua de su charco era el sentimiento que fecundaba su espíritu y representaba para ella su dominio más preciado, su templo, su santuario.

En la tranquilidad de cada atardecer, sus pensamientos discurrían. Le parecía escuchar a lo lejos el timbre atiplado de la señorita Miranda, su maestra, entonando el cuento de aquella niña que llegaba todas las tardes a la  orilla del Río Unare, y cantaba:  Ñangaré, ñangaré, ñangaré/ tuqué tuqué/ vení a comé/ que yo te crié; y esperaba...esperaba...esperaba; y un pececillo se acercaba a la orilla, asomaba su cabecita, y la niña le daba de comer de su mano; y  el pececillo  se hacía  cada día  más grande, y la niña le daba más de comer.  Y así, cada día; día, tras día,  la niña cantaba: Ñangaré, ñangaré, ñangaré/ tuqué tuqué/ vení a comé/ que yo te crié; y esperaba...esperaba...esperaba; y  venía otra vez el pececillo, cada vez más grande,  y la niña le daba más y más de comer; y entonces aquel pececillo se hizo cada vez más y más grande; tan grande, que jamás el río escuchó el canto de la niña. Se dice que el bicho se la engulló ¡Esas aguas del Unare  tienen  cada historia!”
Tiota, por mengua de Teotiste, había quedado sola y sin familia., pero estaba orgullosa de sus dos apellidos: Machuca Belisario. Contaba que su padre, el General Miguel Machuca  era “jefe de operaciones del alto llano” en tiempos de Joaquín Crespo; y Brigidita  Belisario, su madre,  pertenecía a una estirpe dueña de grandes posesiones, pero fue desheredada cuando el general Machuca “se la sacó”, como ella decía. Vivieron muchos años aparejados y se casaron ya viejos, el mismo día en que lo mataron. Recordaba que en “la casa de tejas” se vivió con moderación y templanza,  pero corría la sospecha de que tal frugalidad de Machuca era sólo aparente, para proteger  su riqueza  de tantos enemigos. Lo que nunca negó fue su  oploteca, no se sabe si resultas de trofeos de guerra; de saqueos a cuarteles; de botín de montoneras, o de adquisición legítima. Iba más allá de una colección de armas: un petral que ciñó la cabalgadura de Joaquín Crespo; morriones españoles; carabinas; espadas, sables; floretes; lanzas; bayonetas; arcabuces; trabucos naranjeros... La hablilla del vecindario no disimulaba su malicia, y alimentaba su cuchicheo con atractivas leyendas sobre la botija llena de morocotas, supuestamente enterrada  debajo de la casa. Se inventaban coplas y se trasegaban runrunes: “Machuca vive barato, tiene enterrado el  boato”. “Ese Machuca es demonio, enterró su patrimonio” “Tiene la montura rota, si enterró las morocotas”...   Nunca conoció la fidelidad: Para sus allegados aduladores, ostentaba el general Machuca méritos suficientes para ser elevado al padrón de moradores palaciegos. Era su camarilla un lastre ulcerante de soplones y acusadores, que regalados, le facilitaban el trabajo a la gendarmería contraria. Sin decirlo, lo tenían, al igual que sus enemigos, como un padrote analfabeta, hijo de la bellaquería; un oficial incompetente, ilusamente empañado por su manía de alumbrado visionario.

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Se esperaba un casorio sin ceremonia,  pero su compadre Miguel Machuca  ordenó:

“Habrá boda eclesiástica, joropo y bastante aguardiente. Mucho esperé por  Marcial, ¡y  Marcial será el padrino!”

“Bueno, dame el  agua que me voy” -dijo Marcial al cantinero-  El cantinero  le llenó todas las cantimploras. Una gorrada fue suficiente como despedida. 

Molido de cansancio, llegó a la iglesia. Había cumplido tres jornadas sin detenerse en el camino. Al entrar al acto sacramental reconoció entre la gente a Tiota, la hija de Machuca: la pañoleta encarnada que hacía de velo había sido su detalle distintivo. Tiota no advirtió su presencia: La cárcel de La Rotunda había hecho de aquel hombre una figura de aspecto tan escuerzo y esmirriado que contrastaba con el porte del corpulento Marcial que ella dejó de ver cinco años atrás. Había perdido la panza, y eso lo alegraba, .pero, ¡A qué precio!  La capilla era un desecho: Los escombros le dificultaron llegar a los novios. Fluyeron abundantes recuerdos de sus años de monaguillo... de  cuando Machuca era un padrazo; de cuando, tafia tras tafia, lo emborrachaba cada sábado; su peculio bastaba para llenar  el gañote de aguardiente a sus amigos; también los ayudaba con dinero, y su contribución era recibida sin escrúpulos; lo recordaba guapetón, altanero, generoso... A Brigidita Belisario, su mujer, la conoció chiquita; el cura Celestino, el que le impuso el agua bautismal, es el mismo que la está casando ahora, no atinaba cuántos años después. De moza, era aficionada a la  brujería y al ensalmo: curaba, echaba las cartas, se sabía el Credo al revés; ensalmaba para correr la tempestad o atraer el aguacero... le gustaba el oficio de adivina, pero no llegó más que a curiosa. Recordaba sus años de músico; su habilidad para tocar el bombardino... hasta que se lo robaron; él, a su vez, lo había robado; o mejor dicho, se lo había quedado al disolverse la banda, tras la muerte del maestro Velazco, andino venido a Zaraza, y casado con la maestra Natividad Miranda. Recordaba a Vicente, el redoblante, a quien los muchachos, en las fiestas de San Miguel de las Aguas, al verlo tocar, le echaban baldes de agua sucia para molestarlo, mientras le gritaban: “Musiú Vicente, culo caliente, toca la caja y llama a la gente”, y Vicente redoblaba, más por enojo que por mostrarse complaciente…

Al salir de la iglesia, los novios y su cortejo atravesaron  el pantanal de La Guasimita, sin percatarse de la aviesa maniobra que en ese sitio se urdía. Allí estaban los hijos de Manuel Berrueta, holgazanes acostumbrados al camorreo, y cuatro de sus peones. No se metieron con el grupo.... al parecer no era el momento. Cuando llegaron a la casa de tejas, engalanada para celebrar el himeneo, la encontraron ocupada por la horda de Berrueta: Unos diez hombres bien armados. La paradójica escaramuza, más bien  reyerta sin contendientes, se dio en un entorno de bambalinas y manjares. El paloteo duró poco: la escasa gente que pudo haberse opuesto, al final no pasó de “echar roncas”, doblegada, a merced de los intrusos secuaces de Berrueta. Los hombres de  Machuca, amedrentados por una contienda ni siquiera determinada por las armas, se mostraron como un regimiento de edecanes en rebatiña,  dudosos de someter la  irrupción, plegarse a los invasores o hacerse maniquíes en el escaparate de la oploteca. No fue difícil pactar la rendición sin mayores escarceos. Aquella adusta mansión, digna de mejor memoria, quedó ofrecida al pillaje, desprovista de ornamentos. Los pertrechos del negado banquete quedaron confundidos entre objetos notables de las artes marciales, maculados por la deshonra de tantos despojos; de confites; de plátanos y mangos papandujos.  Todo pasó a alimentar el bastimento enemigo. Tan sólo pudo salvarse el pergamino rugoso, único testimonio que guardaba Machuca de su condición de General, gracias a que Tiota, en medio de la trifulca, logró esconderlo. El diploma la acompañó, colgado de una tachuela,  hasta  que los comejenes y el tiempo lo desaparecieron. Manuel  Berrueta demolió la casa de tejas, y excavó la posesión hasta el último palmo de tierra, pero no halló jamás la botija de Machuca... No conformes con la rendición de Machuca, lo llevaron al  pantanal de La Guasimita, y allí lo acribillaron junto a su compadre Marcial. Éste acababa de recobrar su libertad, después de cinco años en La Rotunda,  y vino  a encontrar la muerte por satisfacer el juramento de su compadre, de  casarse, sólo con su padrinazgo, y en las ruinas de la Iglesia de San Nepomuceno Mártir, en la que fueron  bautizados sus abuelos.

La pérdida de su marido, el saqueo del mobiliario, y la expoliación, por Manuel Berrueta, de “la casa de tejas”, bajo pretexto de supuestas deudas que Machuca jamás confesó, acabaron por despojar a la viuda de su más cara heredad.  Sólo le quedaron sus dos hijas: Teotiste y Petronila, demente, esta última. Tiota cargó con ellas  y  las  llevó a “la casa de palma”, el rancho pajizo en el camino real.  Brigidita murió ciega,  y  Petronila se le escapó a Tiota, y terminó deambulando su  trastorno por las calles de Zaraza.

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La tinaja  que hacía de lavadero,  más parecía bañar su cuerpo de gozo que de agua,  y el saberse  convidada de Juan Medina añadía más vibración a su espíritu.

Aquella mañana se tiró del catre con el entusiasmo encendido, porque para ella no era una fecha cualquiera: Era el tercer domingo de mayo y Zaraza la esperaba para la celebración de las fiestas de San Miguel de las Aguas. Desde la vigilia se alborozaba el mujerío, y  a los varones, por encogidos que fueran, se los veía fermentados de ánimo, en ardorosa chispa. Zaraza era para ella un pueblote, con fachadas apersogadas las unas a las otras, que parecían gemelas.  Cornisas, rejas y molduras nunca vistas en su Jobito, adosadas  a lo largo de calles de piedra, y mujeres asomadas a las puertas y ventanas.  No era la misma anchura, ni el mismo infinito sin lindes, sin mojoneras ni  paredes, de su  camino real de Jobito. No era aquel espacio; aquella sabana anchota que bordeaba su rancho, pero le gustaba el bullicio fiestero del acontecimiento.  

Aderezado su rostro de un encarnado que podía confundirse con el carmesí de su trapo, redondeó sus adornos con un collar de semillas de peonía, y se encasquetó una peineta floreada  Sus pies, cambados y juanetudos, los calzó de chinelas Apenas compuesta, llamaba Juan Medina: “¡Tiota! ¡Tiota!”. 

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“¡Ahí viene una vieja!” Al atravesar la calle San Julián de las Aguas, un chapuzón le empapó sus trapos, mientras Juan Medina se reía a carcajadas al ver el enfado de Tiota, pero ya ésta se sentía en el juego. Llegaba más y más gente, y llenaban cada vez más las cubas, toneles barriles, botas, baldes, tobos… Cuanto parroquiano se acercaba recibía su buena bañada. Unos traían guarapo; otros, ron, aguardiente, bocadillos improvisados... Siguió llegando tanta gente que hasta sobrepasó la capacidad de las callejuelas aledañas a la calle de  San Julián de las Aguas, centro de la fiesta. Se apretujaban en los zaguanes, salían a la acera; de ahí al medio de la calle, persiguiéndose para propinarse el gran baño, Los vecinos acercaban sillas, bancos y banquetas;  el callejón estaba quedando repleto, desbordado. Santiago, el isleño de la cantina, dio sifón libre; regaló toda clase de brebajes, y los ofreció “a los favores de  San Julián de las Aguas”.  El tacaño Sósimo  Santana, dueño de de la pulpería, cuando se disponía a  ordenar sus empanadas para la venta del año, un perolazo casi lo aparta de este mundo. Su empapado relleno quedó a merced del hormiguero. Un grupo de vecinos acomodó tablas, cajones,  y  demás arritrancos, a modo de  barrera, para cerrar la calle. Poco duro el parapeto: la avalancha de parroquianos, procedente de no se sabe dónde,  arremetió contra aquel intento de exclusividad;  baldío resultó también el no menos  encomiable propósito de organizar una fila  para venerar la imagen de San Julián de las Aguas, en el improvisado templete, dispuesto, a manera de altar, al final de la calle. Lo impidieron, entre otros, los abrazos, apretones, empujones, caricias, perfumes,  mimos, bendiciones, toques de culo, tufos, carantoñas, baldes de agua, sudores, tambores, guitarras, cornetas, pitos, maracas, redoblantes, mas cornetas, petardos, baños de aguardiente… Abriéndose paso entre la muchedumbre, logró el cura Cayetano atravesar el pórtico de su iglesia, y salir a la calle. La aclamación no se hizo esperar: “¡Cayetano!  ¡Cayetano!  ¡Cayetano!” Como pudo, se encaramó en el poyo de una ventana, y, asido a los balaustres, gritó a la multitud: “¡Gracias! ¡Gracias a  todos! Gracias,  hermanos míos,  por este gesto de devoción a nuestro patrono San Miguel de las Aguas”. Mientras hablaba, la oleada interrumpía: “¡Cayetano!  ¡Cayetano! ¡Cayetano!”   Uno de ellos, sin detener su seguidilla de aplausos y desvariados aullidos, preguntó: “¿Quién ese majadero que está montado en la ventana?” El cura continuaba: “Debo retirarme temprano,  pero ahí queda Carmelo, el sacristán…  cuando un petardo, que  por poco le revienta los tímpanos al  párroco, puso punto final al discurso. El bullicio era ensordecedor, el enjambre escurridizo se desplazaba sin ley, aglomerándose donde y como podía. Se ignora cómo aparecieron serpentinas, papelillos, cohetes, cohetones, petardos, matracas, trompetillas, pitos… ¿Cotillón pillado al quincallero Abraham?  ¿Sobras del último carnaval?  Lo que se inició como un ritual saludo a San Julián de las Aguas, se convirtió en una batalla campal de  huevos, harina, pintura,  tomates, estiércol…y agua. De no haber sido por los arañazos sufridos por la mujer del chino Francisco,  el perolazo al tacaño Sósimo,  ligeros aporreos propinados a la marica José, cuando la turba le impedía llegar al altar, y volvía picadillo el ramo de azucenas destinado a San Julián de las Aguas, y unos cuantos lesionados con leves contusiones y cortaduras, la parroquia habría resultado ilesa. El marco final de aquella apoteosis: amasijos de serpentinas, papelillos, masa de arepa, sobras de empanada con manteca de cerdo; fragmentos de botellas y vasos de vidrio; gran variedad de botellas, botellones, palanganas, vasos, platos, cacharros, taparrabos, pantaletas, alpargatas que no hacían juego, y toda suerte de cachivaches; inspirados letreros y borrones en pisos y paredes; el delantal del zapatero Gaetano... y la cabeza de lo que fuera la estatua de San Miguel de las Aguas, entre  empastes de majarete y  fritanga con azucena.

“¡Juan Medina!  ¡Juan Medina! ¡Juan Medina!”. Bien pasada la  medianoche, exhausta, tiznado el rostro, rasgado su camisón, Tiota  buscaba  a Juan Medina por todas partes. “¡Juan Medina,  mijito! ¿Qué te hiciste?”  

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“¡Medina, no seas pendejo!  Me llevaste bajo engaño, para que los peones del miserable Berrueta me revolvieran la tierra. Perdieron su tiempo El tesoro de Machuca no es lo gente piensa!… ¡Todos perderán su tiempo!” Tiota había sorprendido a tres hombres, cuando, a escondidas, hurgaban más allá del pozo; entre ellos, a pesar de la jipata luz de la madrugada, alcanzó a reconocer a Juan Medina, quien, con sus  compinches,  desapareció entre el matorral.

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Mientas a Berrueta se le esfuma la ruta hacia el ansiado hallazgo, ahí está  Tiota. Ahí está Teotiste Machuca, y con ella, sus caminantes, su rancho pajizo,  su camino real, su tonadilla al Ñangaré, su  poza,  y  sus cantimploras, en espera de alegrarse otra vez con el tesoro que los burros echados anuncian.

Por: Rafael N. Sáez Álvarez


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